3.01.2006

2. Las luces, la cerveza y el cigarro

Se bajó en cuanto escuchó los vasos de shop chocando unos contra otros y las risas alborotadas de parroquianos aún levemente borrachos. En la micro no había nadie interesante, ni parejas descaradas besándose y tocándose por todas partes, ni hombres sombríos con ojos fijos en las carteras y billeteras; no, era muy temprano para eso. "Sólo una anciana decrépita y aburrida, que no sabe en realidad quién es ella misma y un fracasado que no tuvo más remedio que trabajar en "esto"; sentado, apurado, estresado... con los días contados", pensaba.

Al momento de cruzar la puerta, o lo que quedaba de ella, y entrar al bar se pudo fijar como iba a ser la tónica de esa noche: había partido de fútbol. "¡Por la conchadesumadre!", pensó, ya que odiaba realmente el fútbol. Nunca entendió (y sigue sin entender) cuál era la gracia de ver a 24 tipos, todos corriendo como si no tuvieran cerebro, detrás de una pelota, con el único objetivo de meterla en el arco contrario. Realmente se sentía un desconocido en su propia tierra.

Se acercó a la barra, espaldas a la televisión, y pidió lo que siempre pedía: una cerveza. ¿Quién de nosotros no ha pensado horas interminables, en estado de completa ebriedad, lo delicioso y refrescante que es este néctar de cebada?, así mismo, nuestro personaje pensaba en ese momento lo bien que le haría tomarse una Escudo bien helada.

Mientras pedía al cantinero que le prestase fuego se fijó en una mesa un poco alejada de todo, en donde una mujer leía un libro bastante peculiar. El fuego chamuscó un poco las cejas de nuestro amigo, pero bien valía la pena por esa pequeña distracción. Al fin tenía lo que quería hace un rato: una cerveza helada en su mano y un cigarro, por muy malo que fuera, en la boca.

De reojo se fijó en la mujer y logró notar algunas de sus facciones. Estaba algo encorvada, bastante abrigada para la temporada, una nariz aguileña descendía por su cara y el pelo, oscuro o café, no pudo fijarse bien, le cubría toda la frente y parte de los ojos, los cuáles estaban adornados por unos lentes muy pasados de moda. El libro que leía fué lo que más le sorpredió, ya que no era nada más ni nada menos que "El Ocaso de los Ídolos", del gran maestro Nietzsche.

Se tomó unas cuantas botellas más, y logró hacerse el valor para irle a hablar. Una mujer que leía a Nietzsche bien valía la pena de arrojarse a lo que más terror le daba: una relación totalmente nueva con una persona totalmente desconocida, y aún más... ¡con una mujer!, aquéllos seres, medio terrenales, medio angelicales y medio diabólicos que nos persiguen en sueños y que realmente lo único que podemos hacer es amarlas.

Mientras se acercaba entre los descerebrados parroquianos como un explorador en la selva, la densa nube de humo que envolvía al bar lo cegaba, lo mareaba y lo ponía aún más nervioso de lo que ya estaba. Los típicos "¿Será muy pesada?, ¿Qué le digo?" acechaban la mente de nuestro joven cuando de repente ya se encontraba frente a ella, mirada estúpida y aún más nervioso que antes. Las hormonas parecían bailar tap en su cabeza, las neuronas parecían haberse dado el descanso de almuerzo, sus extremidades parecían haberse congelado y su estómago de seguro pensaba salírsele del cuerpo.

No supo cómo, pero los músculos de su cara comenzaron a contraerse y a formar una palabra típica, que decimos todos los días, pero que nunca captamos todos los movimientos necesarios para hacerla. Él se dió cuenta, sin embargo, de cada uno de los músculos, de cada una de las formas que su lengua ponía, de cada emisión de saliva que producía, de todo lo que necesitaba para decir simplemente "Hola".

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Aún no lo leo. Notese.

luces, cerveza, cigarro y olor a cuero?

ja.

Me gusto, saludos.

6:41 p. m.  

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